Felipe Alarcón Echenique ha ido demostrando en los últimos años que es uno de los artistas más lúcidos en el amplio espectro de creadores y propuestas de las actuales artes plásticas cubanas.
La lucidez, es necesario aclarar, se refiere en el caso de este pintor a la claridad con la que capta (y transmite al mundo creado en sus cuadros) diversas preocupaciones éticas y ontológicas fundamentales para poder entender estos años cargados de modernidad y atraso en los que hoy vivimos. Una lucidez que parte del reflejo de lo que somos (de ahí esas figuras humanas que aparecen ya diluídas, ya directamente expuestas o ya mixturadas con otras criaturas de esa animalia que forma parte del ámbito personal de Felipe Alarcón Echenique) y utiliza la simbología también creada por nuestra especie en su paso por esta tierra, o las diversas marcas que hemos dejado en la historia, o los mitos que giran en torno a ciertos prohombres del bien y del mal, para ofrecer una mirada mucho más amplia, una inmersión mucho más profunda y concienzuda (en muchos casos, autocrítica) sobre las carencias que padece la humanidad.
Cada cuadro, entonces, busca provocar una autoreflexión: busca que nos pensemos. Nótese los rostros: cada uno habla de esa búsqueda, de esas preguntas que debemos hacernos, y por ellos las miradas suelen ser desesperadas o bucólicamente soñadoras (pero reflejando la desesperación y el sueño de quien espera algo, una respuesta quizás, quizás un milagro). Nótese también esa conjunción de las luces y las sombras, ese contrapunteo entre el estallido del color y las grisuras, que hablan de las alegrías y las tristezas, de los descubrimientos y las pérdidas más íntimas, de los yerros y los aciertos, de la oscuridad que cubre el túnel de toda vida y de la luz al final del túnel.
El color del Trópico, la encendida luminosidad que alcanzan los colores en aquellas latitudes de ese cálido Caribe de donde viene el pintor, se personifica en los cuadros de Felipe Alarcón Echenique como un elemento necesario en cualquier lectura que se quiera hacer de las ideas que nos quiere trasmitir. La historia, la cotidianidad, la vida misma, vívase dónde se vida, adquiere una perspectiva distinta, de múltiples y diferentes significados, si se las mira sentado en las raíces profundas de esa isla que está al centro de todas las miradas que lanza hacia el exterior este artista. Cuba está presente incluso aunque aparentemente no esté, y se evidencia el sello de lo cubano en la voluptuosidad de las figuras, en la precisión de los trazos con los que se arma todo el andamiaje de esa escenografía en la que se mueven los habitantes de esos mundos escapados de la imaginería de Felipe Alarcón Echenique, en ese alegre concierto de luz y color, promiscuidad y soledad, movimiento y contención que, dicen ciertos estudiosos, forma parte de la esencia de esa palabra tan compleja que es la cubanía.
Felipe Alarcón Echenique ha venido conformando un estilo propio en el cual es distinguible la experimentación que desanda tras la configuración de espacios expresivos íntimos desde los cuales (como un vigilante desde su atalaya) poder analizar la realidad que circunda al artista. No puede hablarse, por ello, de obras de confusos e inatrapables significados. Hay en cada cuadro de este pintor una tesis a dilucidar, una saeta que nos apunta y de la cual deberemos escapar sólo mediante la captación del mensaje que nos trae esa flecha, una necesidad poderosa de pensar nuestras circunstancias y todas las connotaciones que caen sobre nuestras particulares existencias a través de cosas tan cotidianas como la arquitectura, la religión, las costumbres, los modos de vestir, el modo en que nos vemos a nosotros mismos y en que nos ven los otros, etc.
Quienes asistan a esta exposición confirmarán por sí mismos una de las características más notables en la carrera creativa de Felipe Alarcón Echenique: ante sus cuadros es imposible quedarse con la mente en blanco. Cada rostro pintado por este creador, cada imagen, cada escena, e incluso, como ya dije, hasta ese diálogo constante entre las sombras y el color, son un reto que activa la reflexión, que provoca se abran las puertas del análisis, que nos obliga a pensar. De ese modo, y es algo que mucho me complace como espectador del buen arte, se nos hacer partícipes en la magia del acto creativo, se nos convierte en cómplices y críticos, y dejamos de ser simples mirones detenidos ante la majestuosidad del despliegue de imágenes e ideas que conforma la estética de este cubano residente en España, para convertirnos en parte vital de su universo pictórico.
Amir Valle
es un escritor, crítico literario y periodista