La obra del artista cubano Felipe Alarcón es, sin duda alguna, un gran palimpsesto de insinuaciones y de cópulas expandidas que se divierten en su mismo juego, especie de coito orgiástico que vulnera la puridad de las formas para dejarse “penetrar” una y otra vez por el arrebato de la locura y el disenso de la razón instrumental y cartesiana. Un rasgo, a modo de seña de identidad, se advierte en estas obras suyas: el deseo de compactar la grandeza exponencial y la ambición del mundo en la humildad de un soporte pictórico-travesti que celebra la epifanía de las conjunciones y el vértigo vocal del bolero. Existe una clara predisposición hacia la erótica barroca que le permite, con gracia y ademanes licenciosos, hablar sobre ese ser que somos. Es toda una reflexión, si se quiere, acerca de esa rara ontología nuestra que se articula en el fragmento y en el hallazgo azaroso y furtivo, en el encuentro y en la pérdida, en la matemática de lo calibrado pero más que nada en la alquimia de las ilusiones y de lo espectral.

Estos entramados polifónicos –de particular gusto por la obra abierta y la carnavalización de los referentes- que bien ensaya el artista en el epicentro de sus piezas, resultan una fina construcción (fabulada, ficcionada tal vez) sobre esa realidad cultural de origen y, más que nada, sobre ese estado de excitación hiperbólica que comporta el modelo único y uniforme de ese mecanismo cultural que sustantiva la pose neo-barroca y el gesto glamuroso (y travesti) carente de mayor interés una vez roto el espejo. Su obra parece querer decir algo, algo más allá o más acá, acerca de esa pluralidad legítima que se asienta en la singularidad de los hechos y de las cosas. De ahí, en parte, esa obsesión, a todas luces literal, por “el fragmento” y “la fractura” en el contexto de una danza caleidoscópica que fragua narraciones sobre la pérdida de ubicación (o encuentro) del sujeto en el tejido axiológico de la cultura contemporánea, sobre el desvío de la psiquis o sobre el extravío de los “específicos freudeanos”. La idea de hacerse con el mapa, con su fisicidad, frente a los designios de “la irreverencia” y de “la anorexia” de este mundo, pareciera resultar un impulso (casi inconsciente) que recorre la trama de insinuaciones y de digresiones orquestadas en el locus hermenéutico de estas piezas.

Si bien es cierto que a simple vista la obra dispensa multitud de maniobras y malabares retinianos en función del hallazgo formal, de la construcción per se, también es cierto que esas licencias composicionales de acento morfológico suelen priorizar, entretanto, las estrategias del desborde, la expansión y “el rescate” de lo periférico, a tenor de lo cual resulta tremendamente útil la noción del dialogismo posmoderno que advierte el pastiche como una ironía vacua o la ilusión de la parodia como mueca. Quizás por ello, por esa propensión suya al deleite de la forma nunca sustraída (pero tampoco abducida) por el concepto, su poética se mofa de la densa reflexividad de ese arte abocado a la potenciación desmedida de los vectores socio-semióticos o antropológicos, retorizados una y otra vez hasta el cansancio de la fórmula. Para ella es tentador, por el contrario, el alto grado de autoconciencia y satisfacción poética que exhiben -en su textualidad insinuante- las narraciones barrocas entendidas como relatos que no esconden su gramática y se hacen con gozo al artificio y al metalenguaje que se piensa, revisa y deconstruye constantemente en virtud de la prolongación y del espectáculo.
Como el resto de lo real, de todo lo real, la propia idea de objetividad ha muerto. Hoy asistimos a su caída, a su declinación y disenso, lo mismo que decae ese falo hegemónico que la modernidad festejó hasta lo esencialmente arbitrario. De tal suerte “lo denso”, “lo sólido”, “lo fuerte” de toda significación y de toda referencialidad, cede terreno a la pertinencia de “lo noble”, “lo maleable”, a lo menor de las narraciones y de las escrituras anticanónicas. Resulta curioso advertir cómo entonces, ante esa lógica de la cultura que sustantiva la valía de todo aquel hallazgo de signo periférico-lateral, se revaloriza entre los artista la audacia estética de esos relatos desligados de la norma y que habitan a la sombra del texto universalmente elevado. La discutible prevalencia de un único modelo de cultura, de alta cultura, ha hecho peregrinar los pasos de una ideología consagratoria que cifró sus metas en la idealización de los paradigmas modernos. Al contrario de ello, los artistas aceptan la tensión y la fruición dionisíaca de otras observaciones o de otras revelaciones menos trascendentes en cuanto a gravedad y autoridad se refiere. Los textos mágicos, las religiones subalternas, la mitología y la voz popular de los saberse excomulgados por la norma científica y académica, se revelan como reservorios o abrevaderos de alta densidad especulativa respecto de esa misma fuente.

Es bien perversa la sensación de que el arte y los artistas deambulen por los márgenes de una sociedad que se ha empachado hasta la embriaguez de tanto discurso subalterno, decolonial, pos, feministas, gay, étnico, antiglobalización, etc… dado que cuanto más se celebra el hundimiento del canon, por otra parte, contrariamente, se erigen nuevas formaciones canónicas que centralizan la alteridad y convierten en hegemónico lo que antes había nacido bajo el signo de “lo lateral”. Lo mismo que se niega el texto, así mismo se rentabiliza el dominio retórico: se potencia la escritura, la lectura del texto apócrifo y la producción verbal casi esquizofrénica. Es entonces desde todo punta de vista lógico y presumible que la llegada de esa “condición expandida” que había permanecido atrapada en el denso letargo de la hibernación, trajese consigo un uso arbitrario y exponencial de las superaciones (y vulneraciones) de la categoría de límite. En la misma medida en que el modelo ortodoxo se reconoce como letal y predatorio ante la fuerza de las reivindicaciones horizontal y lapsas, de esa misma manera se verifica una mayor destreza –por parte del arte y de los artista- a la hora de sustituir eso esquemas por otros en los que la fabulación campea y penetra los ordenes de dominio excluyente y segregacionistas. Al funcionalismo abstracto de las grandes construcciones y relatos (y de sus límites) se vulnera a favor de la propiedad legitimadora de la “figura expandida”. Las piezas de Felipe Alarcón simbolizan, en este sentido, una búsqueda y un extravío. Son, por fuerza, la reconquista de la paradoja y de su loable dimensión persuasiva por medio del engaño y de la erótica de la visión. Entonces, con una dimensión epistemológica que sobrevuela alguno de esos estancos predeterminados por la historia y el lenguaje, el ensayo estético de Felipe revaloriza la erótica de superficie en un acto de expansión de las vetustas presunciones de estilo y de lenguaje cerrado. En lugar de apostar por una unidad centrada, subraya y celebra la pérdida de integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada. Las nuevas figuras vienen a ser “la inestabilidad del específico”, “la polidimensionalidad del referente”, “la saturación del significado”. Desde ahí, desde ese lugar de ambigüedad que prefiere lo inespecífico a las precisiones cartesianas, se consolida su voluntad de reconocerse o re-encontrarse por oposición, negación o superación de los valores precedentes.

Por último, estas piezas parecen alegorizar la ontología misma de ese espacio gnóstico –introducido por Lezama Lima para hablar y defender su epistemología de lo americano- toda vez que en ellas se reconcilian esas tensiones y se sobrepasa todo dimensión de límite. Ese espacio es, por fuerza de las prefiguraciones anteriores o de las que vendrán, el lugar de las alianzas expandidas, de las suspensiones y elevaciones del logos. Es, si duda, un sitio mejor, un lugar donde la ilusión, sobrevive a la lógica subversiva y derrotista de los escepticismos.

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Andrés Isaac Santana
Crítico y ensayista. Autor de numerosos libros sobre arte contemporáneo. Corresponsal en España de la Revista ArtNexus.