El símbolo, su multiplicidad en la sociedad moderna, su impacto en la historia universal, su relación con la defensa del humanismo en un planeta cada vez más salvaje, es ya una marca de estilo en la poética pictórica del cubano Felipe Alarcón Echenique. Todos los críticos de arte que se han acercado a su prolífica y excelente obra coinciden en que la simbología es la columna vertebral de su universo creativo. Y es obvio que así sea: una de las virtudes de este pintor es poner a pensar a quien se para delante de cualquiera de sus cuadros. Y para ese objetivo, el símbolo y sus posibilidades semánticas es de altísima utilidad. No hay en Alarcón Echenique esos juegos del arte por el arte, de lienzos vacíos de significados o de supuestas “provocaciones” para que el lector reaccione, que tanto abundan en otros “artistas” y que convierten el terreno de las artes plásticas en una controvertida arena de discusión sobre qué es y qué no es artístico.
En esta ocasión el símbolo perfecto de la perfección humana: la mujer, es desgranado en imágenes por el artista en respuesta a una pregunta central: ¿cómo ha impactado el accionar del mal llamado “sexo débil” en la historia universal y en lo que hoy define nuestro presente? De esa pregunta, cuadro a cuadro, se derivan otras interrogantes: ¿puede hablarse de modernidad sin el influjo de las mujeres de las culturas prehispánicas y africanas?, ¿hasta dónde la iconografía mariana de la iglesia católica y las principales figuras bíblicas o reales del cristianismo han impactado en el debate ideológico y social de eso que se conoce como “Era DC o Después de Cristo”?, ¿cuánto debe el desarrollo del arte a figuras como Frida Kahlo, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, Tamara de Lempicka, o Yoko Ono, entre otras grandes creadoras? , e incluso, ¿qué papel han tenido en el actual desarrollo de la humanidad y, en específico, en la cultura occidental, íconos culturales transformados en símbolos como los bajorrelieves egipcios, los dibujos rupestres de las cuevas de Altamira, el misterio en torno a la belleza pacífica de la Mona Lisa, la voluptuosidad de la Venus de Milo o los frescos sensuales con figuras femeninas (otra vez la mujer como la creación más perfecta de Dios) en la Capilla Sixtina y otras iglesias europeas?…
La mujer, a los ojos del pintor, aparece en todos estos cuadros como la máxima representación del amor en la especie humana. A su ternura maternal, a su seductora sexualidad, a su aparente fragilidad, a su capacidad única de sacrificarse por amor –términos estos usualmente empleados en las sociedades de los últimos siglos para reiterar la idea de la debilidad de la mujer, pero que aquí aparecen como atributos naturales de su perfección natural– Alarcón Echenique suma, priorizándola, la huella indeleble que han dejado en distintos momentos del paso del “homo sapiens” por este planeta. Estas mujeres, para utilizar términos de la simbología bíblica que aparecen en muchas de estas creaciones, son “cabeza y no cola”, o más simple, son protagonistas indudables, espacios de luz, mensajeras de la grandeza de su género, en áreas en las que tradicionalmente han destacado los hombres. Ellas están a su altura y, en muchos casos, han contribuido incluso más que “los machos de la especie” al progreso universal de dichas áreas del pensamiento y la creación.
A estas conclusiones puede llegar todo aquel que observa estos cuadros como resultado lógico de otro de los signos de identidad de Alarcón Echenique: el contrapunteo intelectual entre las imágenes, sean estas simbólicas (por ejemplo: la africanidad como ámbito de resistencia cultural), sean realistas (Frida Kahlo y los discursos expresivos de las rebeldías femeninas en el siglo XX) o sean librescas (la Mona Lisa y los límites de lo enigmático en la configuración de un ideario, en este caso, la belleza). Porque se trata de un creador que pone a sus figuras a dialogar, entre ellas y con su entorno; y en ese diálogo (cultural, ideológico, político, etc.) es donde se producen las mayores aportaciones temáticas, pues al significado múltiple que tiene en sí cada símbolo o imagen utilizada se añaden otras connotaciones, otras interpretaciones que terminan de configurar un mensaje abierto, plural, inclusivo que adquiere todavía más alcance a través de la lectura que cada espectador realiza.
Simbólico también resulta el uso y la insistencia de Alarcón Echenique en la comunicación cara a cara entre el espectador y la imagen, mediante las miradas serenas, apacibles pero convincentes de estas mujeres. Incluso aquellas pocas que parecen reflexionar nostálgicamente, rodeadas de cierta aureola de tristeza, aparecen en un entorno de complicidad con otras féminas que disparan la mente hacia la estrategia de lucha de las míticas amazonas: cuando una estaba débil o herida, las demás formaban coro a su alrededor para salvarla o permitir que se recuperara. Y es que eso hacen estas mujeres que Alarcón Echenique pone a vivir en sus coloridas escenas: gritan al mundo, desde su mansa convicción de triunfadoras, que la vida sería menos imperfecta si escucháramos su sabiduría, si respetáramos su fuerza interior, si tuviéramos en la mira su certidumbre en la posibilidad de de luchar por hacer realidad los sueños.
Además de esas marcas, asiste el espectador a una nueva consolidación de los sellos del estilo de Alarcón Echenique: la configuración de collages como escenarios para los diálogos que propone; la voluptuosidad del colorido que asume mezclas que van desde el exuberante estallido de color de “lo caribeño”, pasando por la encendida gama típica de “lo africano”, o por la clásica sobriedad de la pintura religiosa en cualquiera de sus variantes occidentales, hasta la sobria uniformidad de la luz y el color en las frías tierras de Europa, y, más que nada, el ojo del artista colocado en la figura humana como centro generador del humanismo.
En simples palabras, un muy acertado, juicioso y muy necesario acercamiento desde la inteligencia, el respeto y la pasión artística, a esas múltiples Evas que parecen definirse a la perfección con las ya conocidas palabras de la mexicana Frida Kahlo: «Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar”.
Amir Valle,
Berlín y agosto 2019